"In memoriam" Un homenaje al legado de los magistrados de la Corte Constitucional
428 ‘In memoriam’ Juan Carlos Henao Pérez CONTENIDO que sabríamos regular nuestra exploración al mundo. Confió en que aunque yo dudara tan profundamente de mi camino profesional, te- nía todo por dar. Confió incluso en toda la capacidad que tenemos para recuperarnos de los duros golpes de la vida, sin menospreciarlos. Confió en educar para la libertad aunque supiera que era más difícil (y arriesgado) que educar para la seguridad. Y en su infinita confianza, nos acompañó. Siempre estuvo ahí. Qué papá tan presente. Yo lo zafé incluso de mi vida varias veces porque no supe aprovechar tanta disposición. Estuvo ahí, y, aunque le pudie- ran doler mis rechazos, su amor era (corriendo el riesgo de caer en el cliché más maluco de todos) una fuente infinita. También nos enseñó a dar todo, siempre, aunque las demás perso- nas no respondieran de la misma manera. Me repetía mucho: “Mona, mientras puedas ayudar, ayuda, eso es chévere”. Y él lo hacía. Con todos. Y olvidaba los momentos duros en los que no lo trataban con bacanería. Y supo no meterse en peleas destructivas de Twitter. Cuando crecimos, los juegos también se transformaron. Se convir- tieron en una suerte de distancia que sabía tomar del mundo. En el fondo, nada era tan grave. Sabía que el ridículo era una gran manera de acordarse de que la vida es un juego. Vivía con una ligereza sabia, que antojaba. Tenía pésima memoria. Siempre admiró a la cantidad de amigos cul- tos que tenía y trataba de imitarlos con torpeza. Su sentido de la orien- tación también era catastrófico. Recuerdo que los viajes en carretera eran estresantes: mi mamá tratando de copilotear con mapas gigan- tes, nosotras (las niñas) gritando atrás, y más de una vez llegamos, dos horas después, de vuelta al punto de partida sin llegar nunca al destino. También se le iba la mano de lo fresco, hirió a gente por sus comentarios espontáneos, era políticamente incorrecto, y se desespe- raba con tanta corregidera de mi parte. También me enseñó la rumba, aquella que me salvó de la depresión adolescente. Me enseñó a bailar y gozar del cuerpo, del sudor, de los amigos, de la música, del show de los pasos caleños, de cantar a grito herido, de seguir aunque la luz se vaya.
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