Libro

asignado al caso. El indigente lo miró de reojo, esperando alguna palabra, alguna in– dicación de qué hacer, de cómo y a quién pedirle algo de comida, así fuera un café negro. Porque después de casi treinta y seis horas de haber sido detenido y de casi dos días sin pasar bocado, sin probar una gota de agua y sin contemplar el caos de la ciu– dad, el motivo de la audiencia y lo que allí pudiera suceder, resultaban asuntos ajenos por completo al interés del reciclador. Pero el abogado ni siquiera le dirigió una mirada. Estaba concentrado en buscar algún dato en su envejecida agenda. La voz del policla que anunció la presencia del Juez -es decir, la instalación de la au– diencia- le pareció un eco lejano. Se escu– chó como el grito de la prostituta, como un insulto sin destinatario conocido. También las otras voces que se suceden recitando artículos, parágrafos e incisos, y nombres e identidades de los demás intervinientes en la audiencia, apenas alcanzan a llenar el recin– to sin llegar al cerebro del indiciado, a quien el hambre parece haberle arrebatado la ca– pacidad de comprensión de la realidad y la paciencia. El juez le pide los datos de rutina; pero sólo se alcanza a escuchar su nombre: Jesús del Cristo Suescún. Señor Suescún -<:fice el Juez con una voz que retumba como un remordimiento- le voy a hacer unas preguntas en relación con el pro– cedimiento de su captura. Primero, sus de– rechos: tiene derecho a guardar silencio y a que ese silencio no se utilice en su contra.,. El reciclador se da cuenta que el silencio puede ser un derecho, pero no tiene idea de dónde se puede guardar un silencio. Menos aún atina a saber cómo es que este se pue– de volver en su contra. Sólo sabe que en las calles de la ciudad no habitan los silencios ni siquiera en las horas más solitarias de la no– che. Pero la ausencia de ruido, de algarabía, de gritos y pitidos de sirenas, deben ser muy parecidas a la ausencia de alimento. Así que debe ser aterrador. Seguramente por eso es que se le concede como derecho a un indi– gente, a quien ningún otro derecho parece reconocérsele. También por esa razón debe ser que el silencio se puede utilizar en contra de alguien, como se emplea en contra de un ser vivo la prolongación de un ayuno. Mientras escucha, lejanas. las voces de los juristas, el hambre se apodera del indigente como una tormenta que arrasa con la poca cordura que le quedaba. Busca, entonces embolatarla con alguna imagen, con algún recuerdo, con algún pasaje de su vida que obre como reemplazo del bazuco -sucedá– neo, a su vez. del alimento-. La primera experiencia de vida que le viene a la memo– ria se remonta a una madrugada, no sabe de qué día, mes o año, en las afueras de la plaza de mercado, buscando en las canecas de basura, entre los plátanos podridos, al– guno que se dejara pelar y comer. Se había escapado del reformatorio a donde lo había llevado su madre. como condición que le impusiera un novel amante para dar inicio a un prometedor romance. Desde entonces aprendió a rebuscarse la vida escarbando entre las basuras de la plaza, en los desperdi– cios depositados en los contenedores afuera de los restaurantes, de los hoteles, de las pa– naderías, de los negocios de comidas rápidas y recogiendo cartones y elementos recicla– bles para vendérselos a un viejo reciclador. Pero es inútil. Ninguna imagen pasada, ningún recuerdo vital alcanza a serenar las aguas de semejante tempestad. Entonces llegó el turno de la palabra al señor Suescún. Sólo en ese momento el indigente apareció ante la audiencia como un sujeto, con un rostro casi humano, aunque enve– jecido, demacrado, semejante a un conte– nedor donde sólo parecen acumularse las distintas apetencias y la gazuza de todos los mendigos; parecido a un estanque donde los habitantes y los transeúntes de la ciudad depositan sus odios, sus rencores y sus de– monios. Por eso despide un fétido aliento y su pequeño, delgado y prematuramente envejecido cuerpo exhala una hediondez in– soportable. Algún asistente a la audiencia -con cierto dejo de hipocresía- intentó evitar que de su garganta se escapara un rotundo ¡fo! Pero el gesto casi unánime de los asistentes tie– ne la misma rotundidad de la exclamación contenida. El abogado lo miró de soslayo y volvió a meterse en su agenda de calenda– rios idos. Las preguntas formuladas por el juez al in– digente se amontonaron en su mente, pero la fatiga o el miedo, o las dos cosas juntas. extraviaron su cerebro y se impusieron para reventar en llanto. Lloró como un niño en busca de atención materna. En verdad, era un niño escondido en un roído calzón y en dos mugrosas chaquetas -una encima de la otra- con rostro y cuerpo adultos pidiendo comida. En ese momento el juez y todos los asistentes a la audiencia, se percataron que el indigente, ese ser objetivado desde cuan– do fue empujado a la patrulla como un bul– to de hortalizas, que sólo atinó a pronunciar su nombre con apenas un apellido, aún no había cumplido los quince años. Pero eran años cuyos días hablan sido estirados hasta casi reventarse. ·'!) Junio 2011 Aevista Judicial ¡ ss

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