Libro
El índigente miraba a los policias con ojos desorbitados. parecía un loco, y una sonri– sa nerviosa se asomó apenas para mostrar las ruinas de una dentadura que parecía una montonera de puntillas desordenadas, mugrosas y malolientes. En la patrulla lo acomodaron de cualquier manera, como se carga un bulto de hortalizas en la plaza mayorista: De un solo empujón hacia el fon– do de la camioneta. Al indigente le pareció que el interior de la patrulla era más frío aún que la ciudad. Y eso era decir mucho, por– que las madrugadas de Bogotá se sienten como una inyección de hielo que congela todo por dentro. Mientras la patrulla seguía recorriendo la ciudad, el infortunado dete· nido no escuchó -o no entendió- una sola palabra. Sólo el ruido de la madrugada: el chillido de una sirena que empezaba lejana, se aproximaba y se esfumaba en cosa de se– gundos; algún insulto arrojado por la voz de una prostituta, con destino desconocido y, por allá, un poco más distante, la respuesta de un borracho, casi imperceptible; o el alari– do de una gata que anunciaba la escisión de un apareamiento en algún tejado cercano. 54 Revista Judicial I Junio 2011 El vehículo oficial de la Policía se detuvo en frente al búnker de la Fiscalía. Según quedó consignado en el acta, "al señor se le in– formaron los derechos del capturado. Se le preguntó si tenía a quién informar acerca de su captura y dijo que no tiene; que es un re• ciclador''. El indigente no entiende un ápice de lo que allí se dice. Pero recuerda haber puesto su huella en el papel en señal "de haber recibido buen trato físico. psicológico y moral". La patrulla se aleja casi sin hacer ruido y el indigente es encerrado en una diminuta celda donde deberá esperar pa– cientemente hasta el momento de la prime– ra audiencia. No comprende lo que es una audiencia, pero intuye que allí se decidirá si lo mandan a una cárcel o lo devuelven a las calles de la ciudad a seguir buscando entre los escombros y en medio del gentío, alguna forma de seguir viviendo. Como en una especie de degradé, a medida que se va esfumando el efecto del bazuco en el cerebro del detenido, van aparecien– do y se van intensificando el hambre, el frío, el miedo, la angustia. A la celda no alcanza a entrar ni el más leve rayo de luz solar, ya de por sí escaso en la fría capital. El sitio es tan frío y tan oscuro, que el detenido llegó a pensar que una fosa en el cementerio ten– dría que ser más confortable. Nadie se acer– ca. pero se escuchan pasos que van y vienen, que pasan de una celda a otra y voces que hablan en claves incomprensibles. Nadie pregunta por el reciclador o el indigente o el indiciado o el detenido, palabras todas con las que se dirigieron a él los policías al entregarlo en los calabozos de la Fiscalía. El indigente grita, chilla, pide auxilio, vocifera como puede, pidiendo que le lleven algo de comer. Nadie lo escucha ni se da por entera– do de su presencia en aquel frío aposento en el que el indigente parece un atado de ropa olvidado por el último detenido que pasó por allí. Entonces comprende que la libertad es una condición necesaria para preservar la vida y que sólo es libre aquel ser vivo - hombre o animal- que puede buscar por sí mismo los medios de subsistencia. Y aun– que afuera no se escucha ningún tic tac que anuncie el paso del tiempo, la sensación de vacío en la boca del estómago -seguramen– te lo que llaman "reloj biológico"- le dice que muchas horas han pasado, que el frag– mento de madrugada que quedaba cuando fue detenido, y un dla entero y otra larga noche se han ido, dejando su rastro en el rostro del reciclador, que se ve más demacra– do y más viejo quizás que la noche anterior a su detención. Y se da cuenta que los días no son todos iguales. Que no todos duran lo mismo. Afuera se dice que un día tiene veinticuatro horas. pero nadie aclara queen– cerrado en una celda, sin probar bocado. un día es mucho más largo que el más prolon– gado invierno. Es un infierno. Comprende que las sobras de comida dejadas en una ca– neca de basura. y el aire no-tan-puro de la calle, y el ruido de los carros. y los lamentos de las ambulancias, y los gritos de la gente, y todos los sonidos de las ciudades. son lasco– sas que hacen cortos los días. Todas esas au– sencias, pero sobre todo el ayuno, envejecen el cuerpo antes de tiempo y estiran los días hasta casi reventarlos. (Los días se revientan en los o¡os que se apagan y en el cuerpo que consume el último segundo de energía y el último aliento). Así, casi sin aliento, el indigente fue llevado a fa sala de audiencias. A su lado se sentó un hombre bajito, rechoncho, que traía bajo el brazo una vieja agenda de dos o tres años atrás. Según se dice, es el defensor público
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